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martes, 20 de mayo de 2014

Leyenda de la china poblana

Cuenta la leyenda, que corría los años 1684 y 1685, estaba infestado de piratas la Costa del Pacifico mexicano. Sir William Dampir y su segundo, Sir Towly, fracasaron en Acapulco de adueñarse de un barco peruano de mercancías valiosas. Se dirigieron a Manila, se adelantó Sir Towly con un navío de medio porte y un remolque.
En el camino el pirata vio un buque chino se dirigió hacía él, lo abordó, robó y secuestro a la princesa china Mirrha que viajaba hacia América del Sur. El pirata fue a Manila donde puso en venta  a la princesa Mirrha, fue comprada por un comerciante, este la llevó a Acapulco y se la vendió a una persona   honrada al capitán Miguel Sosa hombre de negocios y nativo de Puebla de los Ángeles.
El capitán dio libertad a la princesa Mirrha le regaló costosas telas y alhajas; se hizo cristiana, bautizó con el nombre  de Catarina de San Juan en honor de una monja de Santa Clara de Atlixco, hija de Manuel Enríquez y Ana Muñoz vecinos de Puebla.
El capitán Sosa pidió permiso al Diocesano, para que la princesa fuera encomendada a la madre doña María de Jesús Tomellín para que la educara.
La madre la recibió con agrado le puso su mismo confesor don Francisco Valdés, párroco de la Iglesia Santo Ángel Custodio. Catarina siempre demostró su gran corazón y buenos sentimientos. Vendió las perlas que le regaló el capitán Sosa y le hizo vestidos a las niñas pobres, donó el resto de sus alhajas a la Virgen de los Dolores, cuando la antigua princesa murió, la lloraron todas las mujeres de Puebla y era conocida como La china, su entierro fue majestuoso, llevaron el cadáver en hombros, el clero y las hermandades le acompañaron. En la sacristía de la iglesia de la Compañía fue sepultada. Un escritor de la época dijo: “Jamás se le vieron zapatos picados de seda, ni medias labradas a la muñeca, ni basquiñas recamadas, ni zarzales de oro ni de plata”. El traje de China poblana procede de esta historia, la vestimenta es para los salones, para el teatro y para el tendido.


El Callejón del Beso

Se cuenta que Doña Carmen era hija única de su padre intransigente y violento, pero como suele suceder, siempre triunfa el amor por infortunado que este sea. Doña Carmen era acortejada por su galán Don Luis, en un templo cercano al hogar de la doncella, primero ofreciendo de su mano a la de ella el agua bendita. Al ser descubierta sobrevivieron al encierro, la amenaza de enviarla a un convento, y lo peor de todo, casarla en España con un viejo y rico noble, con el que, además, acrecentaría el padre su mermada hacienda
La bella y sumisa criatura y su dama de compañía, Doña Brígida lloraron e imploraron juntas. Así, antes de someterse al sacrificio, resolvieron que Doña Brígida llevaría una carta a Don Luis con la nefasta nueva.
Mil conjeturas se hizo el joven enamorado, pero de ellas hubo una que le pareció la más acertada. Una ventana de la casa de Doña Carmen daba hacia un angosto callejón, tan estrecho, que era posible, asomado a la ventana, tocar con la mano la pared de enfrente.
Si lograra entrar a la casa frontera podría hablar con su amada, y entre los dos, encontrar una solución a su problema. Preguntó quién era el dueño de aquella casa y la adquirió a precio de oro.
Hay que imaginar cuál fue la sorpresa de Doña Carmen, cuando, asomada a su balcón, se encontró a tan corta distancia con el hombre de sus sueños. Unos cuantos instantes habían transcurrido de aquel inenarrable coloquio amoroso, y cuando más abstraídos se encontraban los amantes, del fondo de la pieza se escucharon frases violentas. Era el padre de Doña Carmen increpando a Brígida, quien se jugaba la misma vida por impedir que su amo entrara a la alcoba de su señora.
El padre arrojó a la protectora de Doña Carmen, como era natural, y con una daga en la mano, de un solo golpe la clavó en el pecho de su hija. Don Luis enmudeció de espanto…la mano de Doña Carmen seguía entre las suyas, pero cada vez más fría. Ante lo inevitable, Don Luis dejó un tierno beso sobre aquella mano tersa y pálida, ya sin vida.
El lugar existe y es sin duda uno de los más típicos de la ciudad de Guanajuato, y precisamente se le llama El Callejón del Beso.


La leyenda de la calle del indio triste

Las calles que llevaron los nombres de 1ª y 2ª del Indio Triste (ahora 1ª y 2ª del Correo Mayor y 1ª del Carmen), recuerdan una antigua tradición que un viejo vecino de dichas calles refería con todos sus puntos y comas, y aseguraba y protestaba "ser cierta y verdadera", pues a él se la había contado su buen padre, y a éste sus abuelos, de quienes se había ido transmitiendo de generación en generación, hasta el año de 1840, en que la puso en letras de molde el Conde de la Cortina.
Contaba aquel buen vecino que, a raíz de la conquista, el gobierno español se propuso proteger a los indios nobles, supervivientes de la vieja estirpe azteca; unos habían caído prisioneros en la guerra, y otros que voluntariamente se presentaron, con el objeto de servir a los castellanos alegando que habían sido víctimas de la dura tiranía en que los tuviera durante mucho tiempo el llamado Emperador Moctecuhzoma II o Xocoyotzin.
Pero hay que advertir que esta protección dispensada a esos indios nobles, no era la protección abnegada que les habían prodigado los santos misioneros, sino el interés de los primeros gobernadores, de las primeras Audiencias y de los primeros virreyes de la Nueva España, que utilizaban a esos indios como espías para que, en el caso de que los naturales intentasen levantarse en contra de los españoles, inmediatamente éstos lo supiesen y sofocaran el fuego de la conjura y así evitar cualquier levantamiento.
Cuenta pues la tradición citada, que en una de las casas de la calle que hoy se nombra 1a del Carmen, quizá la que hace esquina con la calle de Guatemala, antes de santa Teresa, vivía allá a mediados del siglo XVI uno de aquellos indios nobles que, a cambio de su espionaje y servilismo, recibía los favores de sus nuevos amos; y este indio a que alude la tradición, era muy privado del virrey que entonces gobernaba la Colonia.
El tal indio poseía casas suntuosas en la ciudad, sementeras en los campos, ganados y aves de corral. Tenía joyas que había heredado de sus antecesores; discos de oro, que semejaban soles o lunas, anillos, brazaletes, collares de verdes chalchihuites; bezotes de negra obsidiana; capas y fajas de finísimo algodón o de riquísimas plumas; cacles de cuero admirablemente adobado o de pita tejida con exquisito gusto; esteras o petates de finas palmas, teñidas con diversos colores; cómodos icpallis o sillones, forrados con pieles de tigres, leopardos o venados. En una palabra, poseía aquel indio todo lo que constituía para él y los suyos un tesoro de riquezas y obras de arte.
El indio, aunque había recibido las aguas bautismales y se confesaba, comulgaba, oía misa y sermones con toda devoción y acatamiento, commo todos los de su raza era socarrón y taimado, y en el interior de su casa, en el aposento más apartado, tenía un santocalli privado, a modo de oratorio particular, con imágenes cristianas, para rendir culto a muchos idolillos de oro y piedra que eran efigies de los dioses que más veneraba en su gentilidad.
Y así como practicaba piadosos cultos cristianos a fin de engañar con sus fingimientos a los benditos frailes, así también engañaba llevando la vida disipada de un príncipe destronado, sumido sin tasa en la molicie de los placeres carnales que le prodigaban sus muchas mancebas, o entregado a los vicios de la gula y de la embriaguez, hartándose de manjares picantes e indigestos y ahogándose con sendas jícaras y jarros de pulque fermentado con yerbas olorosas y estimulantes o con frutas dulces y sabrosas.
El indio aquel acabó por embrutecerse. Volviese supersticioso, en tal extremo, que vivía atormentado por el temor de las iras de sus dioses y por el miedo que le inspiraba el diablo, que veía pintado en los retablos de las iglesias, a los pies del Príncipe de los Arcángeles.


La Calle de la Quemada

Sucedió en la capital de la Nueva España por el año de 1550, en que llegó a estas tierras un rico español, don Gonzalo de Espinoza Guevara, acompañado de su hija Beatriz, de extraordinaria hermosura, que contaba con unos veinte años por aquel entonces.
Muchos fueron los caballeros de alta posición que figuraron en la corte de admiradores que solicitaron la mana de doña Beatriz, pero ella prefirió a un noble joven italiano, don Martín de Escúpoli, Marqués de Piamonte y Franteschelo, al que conoció en una reunión dada en el palacio por el Virrey don Luis de Velazco.
La virtuosa doña Beatriz amaba a aquel caballero de una manera intensa, lo quería con una pureza fuera de lo vulgar y como don Martín sentía el amor de manera distinta, fascinado por tanta hermosura, doña Beatriz vivía atormentada.
Era necesario que su amado dejara de quererla, era preciso que aquellos encantos físicos dejaran de esclavizar al enamorado italiano. Para ello tomó heroica resolución; despachó de la casa a toda su servidumbre un día en que sus padres estaban fuera de México se encerró en una pieza en la cual babia un brasero con mucha lumbre, que era lo que necesitaba para realizar su atrevida hazaña.
Se puso de hinojos ante la imagen de Santa Lucia para que le diese valor y no claudicara en aquellos momentos su flaca naturaleza. El doloroso sacrificio de quemarse el rostro se consumó no sin que sus lamentos y gritos ante dolores agudísimos, hicieran que llegara Fray Marcos de Jesús, mercedario que la oyó en los momentos en que entraba en la casa, encontrándola recostada en un amplío sillón, vestida de blanco, cubierta la cara con una obscura loca, y de los antiguos ojos de la doncella, que habían sido verdaderamente seductores sólo quedaba una expresión vaga, apareciendo como dormidos.
El amado de aquélla cristiana mujer lo supo todo por el fraile mencionado. Despavorido corrió a cerciorarse del acontecimiento, encontrándose con el cuado que acabamos de describir. Sintió tocada su alma de idealismos celestes, abrazó a su novia, se sobrepuso a las miserias de la carne y enamorado más que nunca de Beatriz, la hizo su esposa.
El vulgo que conoció de este suceso, que por verídico se tiene, llamó a la calle donde vivió Beatriz "Calle de la quemada”… Esta calle corresponde el día de hoy, a la 8ª de Jesús María.


La Leyenda de Xtabay



Vivían en un pueblo dos mujeres; a una la apodaban los vecinos la XKEBAN, que es como decir la pecadora, y a la otra la llamaba la UTZ-COLEL, que es como decir mujer buena. La XKEBAN era muy bella, pero se daba continuamente al pecado de amor. Por esto, las gentes honradas del lugar la despreciaban y huían de ella como de cosa hedionda. En más de un ocasión se había pretendido lanzarla del pueblo, aunque al fin de cuentas prefirieron tenerla a mano para despreciarla. La UTZ-COLEL, era virtuosa, recta y austera además de bella. Jamás había cometido un desliz de amor y gozaba del aprecio de todo el vecindario.
No obstante sus pecados, la XKEBAN era muy compasiva y socorría a los mendigos que llegaban a ella en demanda de auxilio, curaba a los enfermos abandonados, amparaba a los animales; era humilde de corazón y sufría resignadamente la injurias de la gente. Aunque virtuosa de cuerpo, la UTZ-COLEL era rígida y dura de carácter: Desdeñaba a los humildes por considerarlos inferiores a ella y no curaba a los enfermos por repugnancia.
Recta era su vida como un palo enhiesto, pero sufrió su corazón como la piel de la serpiente. Un día ocurrió que los vecinos no vieron salir de su casa a la XKEBAN, pasó otro día, y lo mismo; y otro, y otro. Pensaron que la XKEBAN había muerto abandonada; solamente sus animales cuidaban su cadáver, lamiéndole las manos y ahuyentándole las moscas. El perfume que aromaba a todo el pueblo se desprendía de su cuerpo. Cuando la noticia llegó a oídos de la UTZ-COLEL, ésta rió despectivamente.
Es imposible que el cadáver de una gran pecadora pueda desprender perfume alguno- exclamó. Más bien hederá a carne podrida. Pero era mujer curiosa y quiso convencerse por sí misma. Fue al lugar, y al sentir el perfumado aroma dijo, con sorna: Cosa del demonio debe ser, para embaucar a los hombres, y añadió: Si el cadáver de esta mujer mala huele tan aromáticamente, mi cadáver olerá mejor. Al entierro de la XKEBAN solo fueron los humildes a quienes había socorrido, los enfermos a los que había curado; pero por donde cruzó el cortejo se fue dilatando el perfume, y al día siguiente la tumba amaneció cubierta de flores silvestres.
Poco tiempo después falleció la UTZ-COLEL, había muerto virgen y seguramente el cielo se abriría inmediatamente para su alma. Pero ¡Oh sorpresa! contra lo que ella misma y todos habían esperado, su cadáver empezó a desprender un hedor insoportable, como de carne podrida. El vecindario lo atribuyó a malas artes del demonio y acudió en gran número a su entierro llevando ramos de flores para adornar su tumba: Flores que al amanecer desaparecieron por "malas artes de demonio", volvieron a decir.
Siguió pasando el tiempo, y es sabido que después de muerta la XKEBAN se convirtió en una florecilla dulce, sencilla, olorosa llamada XTABENTUN. El jugo de esa florecilla embriaga dulcemente tal como embriagó en vida el amor de la XKEBAN. En cambio, la UTZ-COLEL se convirtió después de muerta en la flor de TZACAM, que es un cactus erizado de espinas del que brota una flor, hermosa pero sin perfume alguno, antes bien, huele en forma desagradable y al tocarla es fácil punzarse.
Convertida la falsa mujer en la flor del TZACAM se dio a reflexionar, envidiosa, en el extremo caso de la XKEBAN, hasta llegar a la conclusión de que seguramente porque sus pecados habían sido de amor, le ocurrió todo lo bueno que le ocurrió después de muerta. Y entonces pensó en imitarla entregándose también al amor. Sin caer en la cuenta de que si las cosas habían sucedido así, fue por la bondad del corazón de la XKEBAN, quien se entregaba al amor por un impulso generoso  natural. Llamando en su ayuda a los malos espíritus, la UTZ-COLEL consiguió la gracia de regresar al mundo cada vez que lo quisiera, convertida nuevamente en mujer, para enamorar a los hombres, pero con amor nefasto porque la dureza de su corazón no le permitía otro.
Pues bien, sepan los que quieran saberlo que ella es la mujer XTABAY la que surge del TZACAM, la flor del cactus punzador y rígido, que cuando ve pasar a un hombre vuelve a la vida y lo aguarda bajo las ceibas peinando su larga cabellera con un trozo de TZACAM erizado de púas. Sigue a los hombres hasta que consigue atraerlos, los seduce luego y al fin los asesina en el frenesí de un amor infernal.
Fuente: De Mario Diaz Triay "Guia Turística de la Península de Yucatán - La tierra de los Mayas"





Los Aluxe Leyenda Maya



Nos encontrábamos en el campo yermo donde iba a hacerse una siembra. Era un terreno que abarcaba unos montículos de ruinas tal vez ignoradas. Caía la noche y con ella el canto de la soledad. Nos guarecimos en una cueva de piedra, y para bajar utilizamos una soga y un palo grueso que estaba hincado en el piso de la cueva.
La comida que llevamos nos la repartimos. ¿Qué hacía allá?, puede pensar el lector. Trataba de cerciorarme de lo que veían miles de ojos hechizados por la fantasía. Trataba de ver a esos seres fantásticos que según la leyenda habitaban en los cuyo (montículos de ruinas) y sementeras: Los ALUXES.
Me acompañaba un ancianito agricultor de apellido May. La noche avanzaba…De pronto May tomó la Palabra y me dijo:
-Puede que logre esta milpa que voy a sembrar.
-¿Por qué no ha de lograrla?, pregunté.
-Porque estos terrenos son de los aluxes. Siempre se les ve por aquí.
¿Está seguro que esta noche vendrán?
Seguro, me respondió.
-¡Cuántos deseos tengo de ver a esos seres maravillosos que tanta influencia ejercen sobre ustedes! Y dígame, señor may ¿usted les ha visto?
-Explíqueme, cómo son, qué hacen.
El ancianito, asumiendo un aire de importancia, me dijo:
-Por las noches, cuanto todos duermen, ellos dejan sus escondites y recorren los campos; son seres de estatura baja, niños, pequeños, pequeñitos, que suben, bajan, tiran piedras, hacen maldades, se roban el fuego y molestan con sus pisadas y juegos. Cuando el humano despierta y trata de salir, ellos se alejan, unas veces por pares, otras en tropel. Pero cuando el fuego es vivo y chispea, ellos le forman rueda y bailan en su derredor; un pequeño ruido les hace huir y esconderse, para salir luego y alborotar más. No son seres malos. Si se les trata bien, corresponden.
-¿Qué beneficio hacen?
-Alejan los malos vientos y persiguen las plagas. Si se les trata mal, tratan mal, y la milpa no da nada, pues por las noche roban la semilla que se esparce de día, o bailan sobre las matitas que comienzan a salir. Nosotros les queremos bien y le regalamos con comida y cigarrillos. Pero hagamos silencio para ver si usted logra verlos.
El anciano salió, asiéndose a la soga, y yo tras él, entonces vi que avivaba el fuego y colocaba una jicarita de miel, pozole cigarrillos, etc., y volvió a la cueva. Yo me acurruqué en el fondo cómodamente. La noche era espléndida, noche plenilunar.
Transcurridas unas horas, cuando empezaba a llegarme el sueño, oí un ruido que me sobresaltó. Era el rumor de unos pasitos sobre la tierra de la cueva: Luego, ruido de pedradas, carreras, saltos, que en el silencio de la noche se hacían más claros.



La Llorona


Los cuatros sacerdotes aguardaban espectantes.

Sus ojillos vivaces iban del cielo estrellado en donde señoreaba la gran luna blanca, al espejo argentino del lago de Texcoco, en donde las bandadas de patos silenciosos bajaban en busca de los gordos ajolotes.

Después confrontaban el movimiento de las constelaciones estelares para determinar la hora, con sus profundos conocimientos de la astronomía.
De pronto estalló el grito…

Era un alarido lastimoso, hiriente, sobrecogedor. Un sonido agudo como escapado de la garganta de una mujer en agonía. El grito se fue extendiendo sobre el agua, rebotando contra los montes y enroscándose en las alfardas y en los taludes de los templos, rebotó en el Gran Teocali dedicado al Dios Huitzilopochtli, que comenzara a construir Tizoc en 1481 para terminarlo Ahuizotl en 1502 si las crónicas antiguas han sido bien interpretadas y parecio quedar flotando en el maravilloso palacio del entonces Emperador Moctezuma Xocoyótzin.

—Es Cihuacoatl! —exclamó el más viejo de los cuatro sacerdotes que aguardaban el portento.

—La Diosa ha salido de las aguas y bajado de la montaña para prevenirnos nuevamente—, agregó el otro interrogador de las estrellas y la noche.

Subieron al lugar más alto del templo y pudieron ver hacia el oriente una figura blanca, con el pelo peinado de tal modo que parecía llevar en la frente dos pequeños cornezuelos, arrastrando o flotando una cauda de tela tan vaporosa que jugueteaba con el fresco de la noche plenilunar.

Cuando se hubo opacado el grito y sus ecos se perdieron a lo lejos, por el rumbo del señorío de Texcocan todo quedó en silencio, sombras ominosas huyeron hacias las aguas hasta que el pavor fue roto por algo que los sacerdotes primero y después Fray Bernandino de Sahagún interpretaron de este modo:

“…Hijos míos… amados hijos del Anáhuac, vuestra destrucción está próxima….”

Venía otra sarta de lamentos igualmente dolorosos y conmovedores, para decir, cuando ya se alejaba hacia la colina que cubría las faldas de los montes:

“…A dónde iréis…. a dónde os podré llevar para que escapéis a tan funesto destino…. hijos míos, estáis a punto de perderos…”

Al oir estas palabras que más tarde comprobaron los augures, los cuatro sacerdotes estuvieron de acuerdo en que aquella fantasmal aparición que llenaba de terror a las gentes de la gran Tenochtitlán, era la misma Diosa Cihuacoatl, la deidad protectora de la raza, aquella buena madre que había heredado a los dioses para finalmentente depositar su poder y sabiduría en Tilpotoncátzin en ese tiempo poseedor de su dignidad sacerdotal.

El emperador Moctezuma Xocoyótzin se atuzó el bigote ralo que parecía escurrirle por la comisura de sus labios, se alisó con una mano la barba de pelos escasos y entrecanos y clavó sus ojillos vivaces aunque tímidos, en el viejo códice dibujado sobre la atezada superficie de amatl y que se guardaba en los archivos del imperio tal vez desde los tiempos de Itzcoatl y Tlacaelel.
El emperador Moctezuma, como todos los que no están iniciados en el conocimiento de la hierática escritura, sólo miraba con asombro los códices multicolores, hasta que los sacerdotes, después de hacer una reverencia, le interpretaron lo allí escrito.

—Señor, —le dijeron—, estos viejos anuales nos hablan de que la Diosa Cihuacoatl aparecerá según el sexto pronóstico de los agoreros, para anunciarnos la destrucción de vuestro imperio.

Dicen aquí los sabios más sabios y más antiguos que nosotros, que hombres extraños vendrán por el Oriente y sojuzgarán a tu pueblo y a ti mismo y tú y los tuyos serán de muchos lloros y grandes penas y que tu raza desaparecerá devorada y nuestros dioses humillados por otros dioses más poderosos.

—Dioses más poderosos que nuestro Dios Huitzilopochtli, y que el Gran Destructor Tezcatlipoca y que nuestros formidables dioses de la guerra y de la sangre? —preguntó Moctezuma bajando la cabeza con temor y humildad.

—Así lo dicen los sabios y los sacerdotes más sabios y más viejos que nosotros, señor. Por eso la Diosa Cihuacoatl vaga por el anáhuac lanzando lloros y arrastrando penas, gritando para que oigan quienes sepan oír, las desdichas que han de llegar muy pronto a vuestro Imperio.

Moctezuma guardó silencio y se quedó pensativo, hundido en su gran trono de alabastro y esmeraldas; entonces los cuatro sacerdotes volvieron a doblar los pasmosos códices y se retiraron también en silencio, para ir a depositar de nuevo en los archivos imperiales, aquello que dejaron escrito los más sabios y más viejos.
Por eso desde los tiempos de Chimalpopoca, Itzcoatl, Moctezuma, Ilhuicamina, Axayácatl, Tizoc y Ahuizotl, el fantasmal augur vagaba por entre los lagos y templos del Anáhuac, pregonando lo que iba a ocurrir a la entonces raza poderosa y avasalladora.

Al llegar los españoles e iniciada la conquista, según cuentan los cronistas de la época, una mujer igualmente vestida de blanco y con las negras crines de su pelo tremolando al viento de la noche, aparecía por el Sudoeste de la Capital de la Nueva España y tomando rumbo hacia el Oriente, cruzaba calles y plazuelas como al impulso del viento, deteniéndose ante las cruces, templos y cementerios y las imágenes iluminadas por lámparas votivas en pétreas ornacinas, para lanzar ese grito lastimero que hería el alma.

—Aaaaaaaay mis hijos… Aaaaaaay aaaaaaay!— El lamento se repetía tantas veces como horas tenía la noche la madrugada en que la dama de vestiduras vaporosas jugueteando al viento, se detenía en la Plaza Mayor y mirando hacia la Catedral musitaba una larga y doliente oración, para volver a levantarse, lanzar de nuevo su lamento y desaparecer sobre el lago, que entonces llegaba hasta las goteras de la Ciudad y cerca de la traza.

Jamás hubo valiente que osara interrrogarla. Todos convinieron en que se trataba de un fantasma errabundo que penaba por un desdichado amor, bifurcando en mil historias los motivos de esta aparición que se transplantó a la época colonial.

Los románticos dijeron que era una pobre mujer engañada, otros que una amante abandonada con hijos, hubo que bordaron la consabida trama de un noble que engaña y que abandona a una hermosa mujer sin linaje.

Lo cierto es que desde entonces se le bautizó como “La llorona”, debido al desgarrador lamento que lanzaba por las calles de la Capital de Nueva España y que por muchos lustros constituyó el más grande temor callejero, pues toda la gente evitaba salir de su casa y menos recorrer las penumbrosas callejas coloniales cuando ya se había dado el toque de queda.

Muchos timoratos se quedaron locos y jamás olvidaron la horrible visión de “La llorona” hombres y mujeres “se iban de las aguas” y cientos y cientos enfermaron de espanto.

Poco a poco y al paso de los años, la leyende de La Llorona, rebautizada con otros nombres, según la región en donde se aseguraba que era vista, fue tomando otras nacionalidades y su presencia se detectó en el Sur de nuestra insólita América en donde se asegura que todavía aparece fantasmal, enfundada en su traje vaporoso, lanzando al aire su terrífico alarido, vadeando ríos, cruzando arroyos, subiendo colinas y vagando por cimas y montañas.



 

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